
Tareas mecánicas, ejercicios repetitivos, sin sentido.
Una vida absurda, monótona.
Encerrados en cuerpo y alma.
Imposibilitados de actuar libremente.
Pasábamos nuestros días repitiendo hasta el agotamiento las mismas fórmulas vacías, los mismos gestos sin significado.
Nuestra existencia parecía agotarse en esas cuatro paredes y en la obediencia debida. Ese encierro nos chupaba, mataba todo lo que quería crecer dentro nuestro.
Por momentos una leve chispa de rebelión nos encendía los corazones, pero era pronto apagada por el cansancio. O al menos eso digo ahora. Pero, en realidad, nos limitaba el hecho de saber que nada podíamos hacer para cambiar la situación. Afortunadamente, nuestro modo de pensar no condecía con el mundo en que estábamos inmersos.
Yo recuerdo mi último día allí, recuerdo ver ese túnel que separaba los dos mundos, las dos leyes; y yo en el medio.
Di el primer paso, conservando la compostura.
Ningún gesto humano en mi rostro.
Avanzábamos: yo y el tiempo.
Se encendía, tímida, una luz pequeña al final. Hoy la recuerdo, como recuerdo a mi abuela que me esperaba al final de un pasillo con la sopa caliente: acogedora, familiar.
Recuerdo el temor a correr, al mostrarme ansioso. Quizás eso pudiese conllevar un castigo: ¿un día más de reclutamiento? Mi mente me engañaba: empezaba a pensar como ellos.
Esa luz marcaba el final del camino, nos sacaba de la oscuridad. De esa oscuridad opresora que aplastaba nuestras almas.
Al llegar a la puerta, me detuve un instante y tuve miedo: ¿y si no pudiese encajar? ¿Y si estuviese arruinado?
Di el último paso. El sol hirió mis ojos desacostumbrados, y al bajar la vista vi que mis pies ya no llevaban más las pesadas botas.
Una vida absurda, monótona.
Encerrados en cuerpo y alma.
Imposibilitados de actuar libremente.
Pasábamos nuestros días repitiendo hasta el agotamiento las mismas fórmulas vacías, los mismos gestos sin significado.
Nuestra existencia parecía agotarse en esas cuatro paredes y en la obediencia debida. Ese encierro nos chupaba, mataba todo lo que quería crecer dentro nuestro.
Por momentos una leve chispa de rebelión nos encendía los corazones, pero era pronto apagada por el cansancio. O al menos eso digo ahora. Pero, en realidad, nos limitaba el hecho de saber que nada podíamos hacer para cambiar la situación. Afortunadamente, nuestro modo de pensar no condecía con el mundo en que estábamos inmersos.
Yo recuerdo mi último día allí, recuerdo ver ese túnel que separaba los dos mundos, las dos leyes; y yo en el medio.
Di el primer paso, conservando la compostura.
Ningún gesto humano en mi rostro.
Avanzábamos: yo y el tiempo.
Se encendía, tímida, una luz pequeña al final. Hoy la recuerdo, como recuerdo a mi abuela que me esperaba al final de un pasillo con la sopa caliente: acogedora, familiar.
Recuerdo el temor a correr, al mostrarme ansioso. Quizás eso pudiese conllevar un castigo: ¿un día más de reclutamiento? Mi mente me engañaba: empezaba a pensar como ellos.
Esa luz marcaba el final del camino, nos sacaba de la oscuridad. De esa oscuridad opresora que aplastaba nuestras almas.
Al llegar a la puerta, me detuve un instante y tuve miedo: ¿y si no pudiese encajar? ¿Y si estuviese arruinado?
Di el último paso. El sol hirió mis ojos desacostumbrados, y al bajar la vista vi que mis pies ya no llevaban más las pesadas botas.